Modesto Peralta Delgado
(Ciudad Constitución, 1978)
Licenciado en
Ciencias de la Comunicación y periodista, quien actualmente imparte clases en
la Preparatoria Morelos. Obtuvo el Premio de Cuento Joven de Baja California
Sur 2003 y de Cuento de Terror del municipio de La Paz 2005; en 2013 recibió el
Premio Estatal de Cuento Ciudad de La Paz con “Prólogos a la Muerte”, y en 2015
el de Dramaturgia con la obra de teatro “Caperucita Roja, Muy Roja”.
FUERA DE JUEGO
En
este lado de la carta, El Catrín. Sentado de espaldas a nosotros, de bruces
sobre el respaldo de la silla, descalzo; una mano sostiene una copa de champán,
la otra, en lo alto, un cigarrillo. Al reverso, un beso pintado con bilé, y un
recado: Querido Dandy, la pasé bien
contigo, ¡pero eres tan soberbio y anticuado!, todo habría salido mejor de no
haber centrado toda tu atención en mi manzana de Adán. Esperaré tu decisión.
Cariños. La
Dama.
CARTA CARGADA
Gravemente
herido llevaron al chico al hospital. Se dice que salió la carta con la que
ganaba, y —eufórico— aplastó fuerte con un frijolito el gatillo del fusil de El
Soldado. La policía ya acordonó la mesa de juego.
DESTINO
“Voy
a cambiar, ¡lo juro! Entiendo que la sociedad necesita bufones para ponernos en
contraste con los triunfadores; explicar las consecuencias humanas funestas; ser
el ejemplo para los mal portados; o ser el pretexto para que almas sedientas de
lavar sus pecados, nos salven. ¡Pero ya estuvo bueno!…” Esto pensaba El
Borracho, cada vez que estaba dentro del mazo de las cartas, hasta que una mano
lo tiraba en la mesa, y el hombre volvía a quedar atado a la botella por el
resto del juego de la vida.
Hombre
se aferra a encontrar la inocencia en el fin del mundo
La Paz, México.
Septiembre de niños muertos del 2015. Aparece Alan Kurdi muerto en la orilla de una
playa. Muy lejos: en Turquía. Me conmuevo con todo el mundo. Esa noche también,
pero cerca de mí: en La Paz, sicarios matan a quemarropa a un hombre, una mujer
y dos niños. Me alarmo, me fastidio, me confundo. No entiendo. No puedo
administrar los sentimientos, aunque cualquiera conduciría a la tristeza. Una
tristeza avergonzada por la civilización, culpable por vivir sin memoria,
blanda por el abandono de Dios.
Intentaba
escribir una crónica, pero fue inútil. Una poesía: tampoco. Siento que
cualquier metáfora sería una blasfemia para este dolor que no entiende de
imágenes bellas, que se explica mejor con lugares comunes: hablar de “un
corazón herido”, “la rabia amarga”, “la pérdida de la fe en la humanidad”. O es
la simple incapacidad, porque no soy un poeta: soy un ciudadano que cruza la línea
del fin de este mundo.
Me he detenido
a contemplar lo que resta del horizonte. Acá quedó la nostalgia, más lejos que
Turquía; allá la desesperación, falta de entendimiento devorándose su propia
cola; cerca de esta línea el humor negro juzga que esta tristeza es el ‘pose’
de alguien que quiere ser interesante, y juzga todo siempre y mal; y por otro
flanco la total indiferencia se ha inyectado en el cuerpo de hombres y mujeres
que ya no tienen alma, sólo tienen deberes y cosas qué comprar.
Yo hace
un mes adopté una gatita de la calle. Es hermosa y tierna y ni siquiera sabe
cómo se llama. Sé que no tiene nada que ver con el fin del mundo, en
apariencia, pero es que sólo en sus grandes ojos azules encuentro la inocencia;
y cuando juego con ella y me araña, descubro con asombro el sentido de
justicia: p-u-l-c-r-a-m-e-n-t-e salvaje. Sé que suena sin sentido, insisto,
pero ocupo una brizna de fe, y por eso camino con ella en los brazos.
Tomo
esta criatura para avanzar junto con la humanidad a lo que quede del día. Debo
parecer un necio o un loco, pero este animal es por ahora lo único que me
orienta en el camino que se cierra rojo este septiembre.
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