Rubén
Manuel Rivera Calderón. Lic. en Letras Hispánicas por la UAM-I y
Medalla al Mérito Académico (1997). Obtuvo en tres ocasiones el Premio
Peninsular de Poesía “José Alán Gorosave” (1988, 1997 y 1998); recibió el
Premio Estatal de Poesía Joven “La Paz 1992”; ganó los Juegos Florales
“Margarito Sández Villarino, San José, 2000”, y en mayo de 2004, el Premio
Estatal de Poesía “Ciudad de La Paz”. Publicó Torera de las aguas (UABCS-SEP, 1996), Marina. Viaje por un cuerpo en ocho cantos (UABCS, Praxis y Cuarto
Creciente, 2004), La Casa de Cortés
(ISC, 2004), Poemas sueltos (El celta
miserable, 2009), Tal vez un Himno
(ISC/CONACULTA, 2010) y La casa que desea ser barco (ISSTE-Cultura, Palabra
Vida, 2015). Actualmente divide su tiempo entre la escritura, la actuación, la
docencia y la función pública, como Jefe de Servicios Estudiantiles en la
UABCS.
Barco de piedra.
Fragmentos
La
ciudad en donde vivo es un torrente de piedra.
Yo
también soy una piedra, destripada,
que
vomita sus guijarros.
Esa
grava, sin embargo, se suaviza
con
cada abrazo que nos damos.
Vivo
en una casa hecha por las costillas de una nube
y
un mástil donde aún se escucha a las sirenas.
Sobre
su cubierta brumosa,
los
abuelos y los niños son detritos de alegría.
Cuando
salen, colorean los crepúsculos;
curan
las estrías del mar y de la tierra,
su
soledad castrante, su pus, su estafa.
Quiero
a mi ciudad porque platica de más
y
hunde su nariz de tostada en el ceviche.
Es
traviesa y cabe en una resortera.
La
“Vrbe” imposible es como un gato:
juega
con un ovillo de granito y la esperanza callejera.
En
los ojos de este gato se abriga el mar;
pero,
¡alerta!, hay mucha soledad debajo de las alcantarillas,
y
carreteras asfaltadas con mangles y cangrejos.
Aunque
cerca del mar uno aprende de huracanes y silencios, ¡alerta!
Mi
ciudad es un retablo de piedras
y
almas secas a punto de incendiarse.
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Yo
no quiero que estos versos sean poesía.
Debemos reeducar a los poetas.
Pegarles en el hocico periódicamente con la impresión de sus obras
y quitarles algo de esa arrogancia de guacamaya, tan inútil,
de mostrar al mundo sus oscuras jetas mansas y sufridas.
Sería justo hacerles un barquito de papel, con todas sus palabras,
para mandarlos a navegar en su propia fantasía.
¡Qué patético es escribir!, después de Homero,
para terminar chillando con el poema entre las patas;
como el único marinero que olvidó Ulises en la isla de Circe,
y se salvó del naufragio
por ser un puerco verdadero.
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¿En
cuántos Cuauhtémocs y judaizantes quemaremos nuestra furia?
Patria, escucha la risa de sanguijuelas y bacterias;
mira con todos los ojos de la mosca;
suéñate
otra y la misma sobre el agua.
¿Quién
le dará una flor a Moctezuma?
Degüella
mariposas, eructa volcanes;
¿cuántos
arrabales necesitaremos para tener a un solo Lara?
Conviértete
en un arma superior a toda guerra.
Avanza,
al ritmo de un aliento submarino.
¿En
cuántos billetes será estampada Sor Juana
antes
de que despierte de su Primero sueño?
Pregunta
cualquier duda al oráculo virtual.
También
Octavio Paz tuvo versos en monedas de veinte pesos
(y
dicen que el enemigo verdadero es el lenguaje):
“Todo
es presencia, todos los siglos son este presente”.
Y
aquí estamos.
Y
hay bestias que no se han puesto un caracol en el oído.
¿Alguien
habrá leído esas monedas?
Y
no hay razón para estar en todas partes y en ninguna.
Todo
es impunidad, cada sombra es la condena de su objeto;
todos
los siglos son la imagen colectiva de este abuso;
cada
convicto tiene en el poema, su galera;
y
en los bronquios, el humo de la piel humana.
¿Se
puede exorcizar a la poesía si la conviertes en dinero?
Y
barcos enfermos vienen tras los barcos,
y
vemos nubes, donde sólo hay un azul que espanta.
Patria,
de Bretón,
nadie
se puede detener para ser río:
en
ti, lo verdaderamente surrealista es ser honesto.
Pero
mi ciudad no se angustia por nadie:
fue
hecha con mucha calma por el mar.
Es
sólo nube cacariza.
En
esta calma tú no te mueves,
la
ciudad avanza lentamente, contigo de la mano,
para
disfrutar del hediondo aceite de las ferias
donde
hervimos a nuestras familias cada año.
Cuando
te pones trucha,
con
la retórica del poeta cobijero,
y
el monstruo que desobedeció a sus padres siendo niña,
lo
sabes: de nada sirve ser valiente, analfabeta y ebrio.
En
algún momento nos convertimos en nuestra propia quesadilla.
Joven
Patria, escúchame loarte.
Todavía
eres superior a cada uno
y
a la suma de todos tus poemas.
Pero
no puedo declararte inocente y bella
mientras
se siga muriendo de diarrea uno solo de tus hijos.
¿Cómo
juzgar a los morros que sacan sus pistolas
y
bailan al ritmo del cuerno de chivo?
El estero está amortajado por concreto y cocaína.
¡También ellos!
Dura
Patria,
Unos
grafitis se leen en los muros:
“no
seas igual ni fiel a tu espejo diario”;
“descanse
mi barrio en paz, y su poesía,
manso
mar a los pies de cualquier casa”.
Abstracción
pluscuamperfecta en la baba del cronista deportivo, patria;
por
debajo del asfalto late el viaje, la duna y sus serpientes,
y
los pumas afilados preparan su mordida.
Vendrán
otros árboles con nuevas frutas,
cantando
su sinceridad vegetal.
Se
renovará el silencio:
la
nueva poesía tendrá otra ciudad,
y
algunos versos imposibles de arrancar del tamarindo
(yo
no puedo desandar los caminos de mi padre,
ni
amarrarme a su destino de cometa).
Porque
la ciudad en donde vivo, ahora, es sólo una piedra en el arroyo;
y
el arroyo somos todos.
Y
todavía jugamos cuando llueve.
¡Alerta!
¡Alerta!
Patria,
sé más inteligente y menos suave,
menos
atroz y más Velarde,
menos
simulación y más música de selva.
¡También
nosotros!
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