José Luis Gómez Torres nació en
Ciudad Constitución, el 18 de junio de 1988, el año del dragón. Desde pequeño
encontró en la Literatura una vía
expresión poderosísima y a menudo más versátil que la expresión oral en
la que se considera más bien, torpe. No fue hasta la preparatoria que empezó a
considerar la Literatura con más seriedad y en el nivel superior incluso compró
un cuaderno, en el que empezó a escribir: Introspecciones, un libro ficticio y
al que acaba de bautizar para poder escribir su semblanza y en el que incluye
pequeñas reflexiones acerca de la sociedad, de las personas en su entorno y de
él mismo, y que le ayudó a sobrevivir la adolescencia sin demasiadas secuelas.
Cuando
terminó de estudiar la Maestría en Sistemas Computacionales en el Instituto
Tecnológico de La Paz, tuvo la motivación y el tiempo para dar lo que él mismo
denomina: El paso; esto es, dedicarse a una de sus pasiones, la literatura, sin
atender a la inercia del entorno. Conoció a Raul Cota, que en una demostración
inmediata de confianza, por la que José Luis siempre estará agradecido, lo
invitó al Taller de la Serpiente. Cuando al llegar vio una mesa llena de
libros, bebidas espiritosas y personas que se hablaban sin atisbo de
jerarquías, supo que había llegado al lugar indicado: sería escritor. Desde
entonces participa activamente y se divierte la mar, excepto cuando la tarea es
poesía, entonces sufre, aunque termina por disfrutarlo.
En
su faceta ingenieril José Luis trabaja en desarrollo de dispositivos robóticos
para personas con discapacidad y Visión por computadora. Cree firmemente que la
cultura, el desarrollo tecnológico y la libertad son los pilares para sacar a
una sociedad de jodida. Desconfía de los políticos y en general de todas las
personas que hablan más de lo que hacen.
Actualmente
es docente, en el Tecnológico de La Paz, de materias de Electrónica y Taller de
Investigación. En sus ratos libres, pocos pero honrados, escribe y trabaja en
los proyectos antes mencionados; su sueño es eventualmente invertir esa situación.
Sombras
y silencio
Nacieron con dos meses de diferencia; en los números 315
y 316 de la Avenida San Martín. Ninguno de los dos era especialmente sociable
así que no supieron del otro hasta que tuvieron alrededor de seis años.
Desde
el momento en que lo vio sintió un profundo e inexplicable desprecio por el
niño sentado en el patio de la casa de enfrente; siempre alardeando con su
estúpida guitarra, con su estúpida armónica, con su estúpida voz. Siempre
causando lástima, siempre aprovechándose de que no podía ver y por lo tanto no
sabía todo lo que podía envidiar... pero podía, ¡tenía que poder!
La
tarde era calurosa, se estaba especialmente bien afuera. Había alguien detrás
del arbusto ¿Hay alguien ahí? Nadie
contestó, pero había alguien detrás del arbusto, alguien que olía a talco. Sé que hay alguien ahí, puedo escucharte.
Ahora
alardeaba de tener superpoderes. Vamos a ver si es cierto. "Alguien"
tomó una piedra del jardín y la lanzó con todas sus fuerzas. No había escuchado
venir la piedra que le dio en la ceja: además era mentiroso. Cuando terminaba
los deberes encendía el aparato de sonido junto a la ventana hasta que
conseguía que el ciego moviera un pie con el ritmo de la música; entonces lo
apagaba. Pero el ciego seguía moviéndolo, sonriendo. ¡Pinche ciego de mierda!
Debía haber algo que el ciego no pudiera hacer, algo que tendría que envidiar.
Entonces supo lo que quería para navidad aquel año: Específicamente la que
tenía campanilla en el manubrio, era hermosa. Desafortunadamente solo podía pasear
en la cuadra de su casa; había calculado que más allá el ciego no podría
escuchar, así que daba lentas rondas de una esquina a la otra, tocando la
campanilla, pasando sobre latas, colocando una botella de plástico doblada en
la rueda trasera, como había visto que hacían otros niños.
Podía
ubicarlo de forma tan precisa que sabía exactamente cuándo desear que aquel
pájaro cagara para que le cayera justo en la cabeza al presumido de la
bicicleta. Debía reconocer que el ruido de las llantas sobre el pavimento era
delicioso y aquel debía saberlo porque derrapaba deliberadamente justo cuando
pasaba frente a su casa. Había elegido precisamente el juguete que estaba
prohibido para él, su madre había dicho que era demasiado peligroso. Pero dado
que se empeñaba en pasear tan cerca de su casa no podría evitar escuchar, por
accidente, las canciones que cantaba; la canción de "La bicicletita de
nena", la del "Niñito mimado", la del "Niñito que huele a
bebé"... Cuando la canción del "Presumido mariquita" no dio
resultado, entendió que había aprendido a jugar su juego. Vamos a ver si yo
aprendí a jugar el tuyo (vamos a escuchar, se corrigió enseguida). ¿Crees que
sólo tú sabes lanzar piedras?
Las
siguientes dos semanas se dedicó por completo a desarrollar su puntería. Colocó
un viejo plato de peltre en el árbol del patio trasero y empezó a practicar con
canicas. Era mejor de lo que creía y desde luego mejor de lo que los demás
pudieran esperar. Cuando logró acertarle cinco veces seguidas empezó a dar una
vuelta antes de arrojarla, después dos... no podía hacer que el plato se
moviera así que practicó lanzar mientras corría. Nunca consiguió acertar más de
un cuarto de las veces de esa forma, pero no podía esperar más, el ruido agudo
de la campanilla resonando toda la tarde, todas las tardes, no le permitía
pensar en otra cosa que en hacerla callar.
Tenía
una oportunidad entre cuatro, así que tomó la piedra más grande que pudiera
lanzar, por aquello de aumentar las probabilidades. Terminó de comer y fue a
sentarse en el banquillo, a un lado de las macetas. Esta vez no llevaba la
guitarra ni la armónica. Mantuvo las manos en los bolsillos, acariciando la
piedra, hasta que escuchó el primer tintineo y empezó a sonreír discretamente.
Por el
tiempo que había tardado entre pasar frente al auto de don Roque y el de don
Cacho calculó que tendría que lanzar la piedra al segundo árbol de la casa de
enfrente; si se equivocaba casi seguro rompería un vidrio, pero aquel
veinticinco por ciento de probabilidades de hacerlo caer, bien valía el riesgo.
Entonces ocurrió, escuchó el golpe seco y después la bicicleta y el tintineo
entrecortado de la campanilla al golpear el pavimento. ¡Cómo lo llenó de
satisfacción! Sin embargo algo arruinó la victoria de golpe. Aquel gemido no
era normal. Repentinamente comprendió. Cuando escuchó el alarido de la madre
sintió tanto pánico que solo acertó a decirse, como para disminuir la culpa:
Pinche mudo de mierda.
Después
de aquello el silencio se apoderó de la calle. Un coágulo, habían dicho.
"Si lo hubieran traído unas horas antes..." El único que estaba en la
calle cuando ocurrió era el niño del 316 pero, obviamente, no había visto
nada... Al tercer día tuvo que aceptar que extrañaba el ruido de la campanilla
dando rondas interminables...
El Nopal
Atado a la tierra, observaba a la
colibrí revoloteando. En algún momento se acercó a él y, tímido, le acarició
las alas. Se llevó la sorpresa de su vida: a pesar de las espinas ella siguió
revoloteando distraída. Eso redefine a los cactáceos, les cambia el humor, les
quita productividad, los pone ansiosos, insoportablemente felices, les da un
motivo; el sol cambia, quema deliciosamente; la luna cambia, canta canciones de
cuna. Entonces la vio espinada, eso también redefine a los cactáceos, los hace
maldecir, maldecirse. Se arrancó las espinas para no volver a verla de aquella
manera. Qué felicidad saber que no podía espinarla más. Entonces la volvió a
ver espinada y entendió que las colibríes son colibríes y que no tienen dueño.
Saberlo era una cosa, pero verlo... verlo es otro asunto. Después de varias
veces de verla espinada y habiendo estado platicando con el Maguey toda la
noche, buscó al Cardón y cuchillo en mano lo retaba con la sonrisa desquiciada
de los que han visto más realidad de la que podían soportar. «Vamos, atrévete a
espinarla, una vez más y tú y yo nos vamos de este paraje pinche». El Cardón se
alejó, burlándose del loco, muy prudente. Me voy a tener que ir, Huitsitsili,
-le dijo finalmente el Nopal- tú vas a terminar dándole alas a otro cactáceo y
yo solo puedo desenterrarme con uno. Empezó a escarbar despacio y después de
asombrarse ante su tolerancia a la falta de tierra, tomó hacia el norte, donde
cobró algo de fama, no era habitual ver a un nopal andante, y hasta llegó a
aparecer en la bandera de un país. «Sin espinas», había exigido explícitamente
el águila modelo. Pero nunca volvió a ser tan feliz como la tarde que descubrió
que podía acariciarle las alas mientras ella seguía revoloteando distraída.
El proyecto antipaloma
Todo el fanatismo, el consumismo de fin de año, la
segregación por definir cuál de todos seguía más fielmente su doctrina, las
guerras santas, la inquisición... tantos problemas que podrían resolverse con
una medida que ahora estaba en sus manos: Debían matarlo. La empresa era
complicada, los viajes en el tiempo tenían apenas dos décadas y la aprobación
debía pasar por mayoría, pero ya un 64% había decidido que los beneficios bien
valían el riesgo y el costo energético implicado. Siglos y siglos de lucha y
segregación de los homo sapiens podrían eliminarse con la medida. ¿Quién sabe?
Tal vez si los ancestros no hubieran estado tan ocupados dividiéndose en el
siglo XXI podrían haber evitado la crisis económica, la energética, la
alimenticia, la del agua y finalmente la gestativa que los tenía ahora tan
privados y en aquel régimen autoimpuesto en pro de la supervivencia. Había
muchos detalles por definir, la fecha y el lugar indicados. Definitivamente
debería ser antes de sus veintes; ya a los trece el muchacho tuvo eventos de
notoriedad pero no estaban dispuestos a matar a un niño, aún para estas
cuestiones hay límites, pensó uno de ellos, y todos asintieron (mentalmente);
los veinticinco, la mayoría de edad en el presente, podía resultar demasiado
tarde, aunque no tenían certeza, dado que los escritos religiosos no fueron
considerados como prioritarios durante la Gran evacuación, y la mayor parte de
la información se había estado recabando los últimos tres meses en forma
directa de los distritos humanos.
Murió
crucificado a los treinta ¿o fue a los treinta y tres? Como fuera, cerca de sus
treintas sería demasiado tarde, tal vez no sería tan emblemático como la
crucifixión pero igual podría permanecer como un símbolo, como un mártir: ya
para entonces su persona estaba bien reconocida. Se decidió que fuera a los
dieciséis. Habría que viajar tres mil veintisiete años al pasado.
Encontrarlo
a sus dieciséis años fue más difícil de lo que esperaban. No tenían el factor
estrella de Belén que podrían haber aprovechado en su nacimiento, además su
aspecto estaba muy lejos del europeo que esperaban, y fue harto desconcertante
que no tuviera el acento español que se le atribuía en los registros recabados.
Hubo un
último punto que por lo sensible, no fue resuelto hasta último momento ¿Quién
lo asesinaría? Después de definirlo al azar, la única forma válida, el
responsable entró al cuarto donde lo tenían recluido (permítase omitir toda la
logística del secuestro, baste saber que no cooperó tanto como ellos esperaban
de acuerdo a lo que los humanos recordaban de las escrituras) y le explicó la
razón de la operación, cómo su muerte (aunque no fuera poco, toda vida es
importante, le aclaró) podría evitar tantas guerras y separaciones, cómo las
religiones separarían a la humanidad en su nombre, cómo la religión dominante
eliminaría activamente a los que no adoptaran su doctrina, cómo en su nombre se
lucraría, cómo...
Antes
de que siguiera aquel lo detuvo con un gesto de su mano.
– No será necesario que cometas homicidio, si todo eso se
resuelve con mi muerte... puedo hacerlo yo mismo.
– Pero tu padre no te aceptaría en su reino (habían
estudiado los registros a conciencia)...
– Mi padre murió de tétanos hace dos años...
De vuelta al presente encontraron
que, milagrosamente... todo estaba igual. Había algo, un miedo, tan
profundamente arraigado en los homo sapiens, una inseguridad tan profunda, una
predisposición tan fuerte a la destrucción que de alguna manera lograron
destruir el mundo sin necesidad de Jesús.
Los países
– ¿Qué es un país? – le preguntó
después de escuharlo deletrear con dificultad en el periódico.
– Es una bandera y una raya en un
papel, que se besa la cola.
– ¡Qué cochina! – dijo divertida la
alumna, dos años menor.
– Sí.
– ¿Y cuántos hay?
– Hay tantos que les tuvieron que
empezar a inventar colores.
– Pero ¿Cuántos?
– Muchísimos, como diez o quince.
– Y ¿Cuáles son?
Adoptó la postura reservada para
los momentos de especial erudición, cruzando las piernas, con sus manos detrás
de la cabeza y la mirada en el horizonte y comenzó a enumerar.
– Santa Rosalía,
uno, Mulegé, dos, La Paz, tres, Guerrero Negro, cuatro, Los Cabos, Cinco,
Chivas, seis, El palomito, siete, San Lucas, ocho... –después del octavo hacía
pausas largas, porque tampoco está uno para andar memorizando países–
Constitución, nueve, Sur América,
diez... diez países.
– ¿Y Arcoiris?
– Todavía no
acababa. Arcoiris, once. Puerto Chale, doce; ¿Los Cabos ya lo dije? Sí...
Puerto Chale, doce... Loreto, catorce, Nayarit, quince, México, dieciseis,
Insurgentes, dieciocho, Sinaloa, diecinueve... –Se detuvo un momento largo para
asegurarse que no olvidaba ninguno y al final sentenció– Sí, diecinueve
países... te dije que eran un montón.
– ¿Y en cuál vivimos nosotros?
– En el país de
los abuelos, Villa Encanto. –Y de inmediato, para cubrir el hecho de que ese no
lo había contabilizado, agregó– Excepto cuando hay balazos, entonces vivimos
debajo de la cama.
Tenis de mesa
Esperando un pianista de clase mundial, su padre le
compró el Steinway que no le habían pedido y se lo echaba en cara cada
que lo veía leer «esos libritos» o que pedía permiso para salir con sus amigos,
acompañado de: Ser el mejor implica
disciplina. Cuando su instructor le dijo que el único deporte prohibido era
el tenis, pues pone rígido el brazo, y un pianista debe ante todo tener
brazos flexibles, supo cuál era su nueva pasión. Desde entonces se escapaba
cada viernes a jugar con la raqueta que Antonio le cuidaba; él no podía llevar
a casa nada que no estuviera relacionado con el piano. Si practicaras diario podrías llegar a las nacionales, tal vez incluso
calificar para los Olímpicos, le había dicho Antonio cuando se hizo patente
que era bueno en aquello. Eso implicaría prácticamente dejar la escuela; no
podía practicar en las tardes pues tenía que ir a las clases de piano. Eso
implicaría salir todas las mañanas uniformado, con el short blanco debajo. Eso implicaría maquillar las facturas de
libros y materiales…
Dos
semanas antes del “viaje de prácticas” también conocido como Juegos Olímpicos
de Pekín 2008, su padre lo esperaba con la mirada estremecedoramente calma que
ya había visto dos veces antes: Cuando lo descubrió robando golosinas y cuando
lo encontró tocando a su hermana. «Algún día me vas a agradecer esto» Le dijo
sin darle tiempo a reaccionar al hecho de que su padre tenía un marro en la
mano y que estaba a punto de descargarlo en la rodilla de su hijo. Después de
unos segundos-horas en el piso, el dolor disminuyó los suficiente para
permitirle gritar con veinte años de rabia acumulada: «¡¡Chiii-ngaa a tu
maaaaadreeeee!!», mientras el padre, con toda tranquilidad, volvía a levantar
el marro.
Ahora practica tenis de mesa
todos los días; lleva ocho años imbatible. Los rebeldes siguen rebeldes hasta
el final... hasta el manicomio.
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