viernes, 31 de marzo de 2017

LAS PALABRAS REVOLOTEABAN COMO LAS MOSCAS ALREDEDOR DE LA MIERDA...Textos de Alejandro Aguirre Riveros



Alejandro Aguirre Riveros cursó la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en el ITESO. Durante ese periodo ganó el premio al Mejor Documental en la Semana Municipal de Video de Guadalajara, obtuvo el primer lugar en la categoría Fotografía del Festival Universitario de la Comunicación y dirigió un corto experimental seleccionado por el Festival de Arte Chroma y el Tijuana Freakfilm Festival. Al egresar trabajó como videoasta y fotógrafo hasta que una enfermedad autoinmune devoró la superficie de sus ojos obligándolo a volcar su creatividad en la literatura.





Dinero


Lo detuvieron al salir de uno de sus tantos negocios y después de inmovilizar a sus guaruras lo subieron a una camioneta de vidrios polarizados. Con golpes y amenazas le advirtieron que si no cooperaba sufriría las consecuencias. Pasó hambre y tuvo miedo. Dormía esposado a una cama sin colchón y cada cierto tiempo era obligado a dar muestras de vida por medio de una serie de llamadas en las que sus captores coordinaban el pago de su rescate. Todo el tiempo llevaba una venda en los ojos y sólo se la quitaban cuando iba al baño. Esto con la condición de que hiciera sus necesidades con la puerta abierta y sin levantar la mirada.
Era vigilado día y noche. Lo mantenían atado de pies y manos mientras las llamadas se volvían cada vez más esporádicas. Así también el desdén con el que era tratado iba en aumento. Su familia y sus captores no llegaban a un acuerdo sobre la can- tidad que debían pagar. Y justo cuando empezaron a decirle que se fuera despidiendo de sus dedos, sucedió lo inesperado.
—Este pendejo ya tapó el baño –dijo el más joven de la banda después de orinar en el inodoro.
El hombre de negocios inmediatamente tragó saliva. Sabía muy bien lo que eso significaba, pues recién  había  defecado como  lo  hacía  todas  las mañanas después de un desayuno pringoso y rebosante de aceite.
—Pues destápalo, cabrón –dijo el que parecía ser el segundo al mando.
Un tipo de voz ronca que no dejaba de ver la tele, buscando de un canal a otro cualquier cosa que fuera información deportiva o caricaturas.
—Putísima madre –contestó el joven secuestrador.
Y como no tenían un destapa caños tomó un gancho de metal que había por ahí y lo extendió desdoblando  su forma original para remover el fondo del escusado.
—¡No mames! –gritó al poco tiempo.
—¡Cálmate, cabrón! –dijo el otro–. Ni  que nunca hubieras visto mierda.
—¡Es que no es mierda! ¡Ven rápido! ¡Guacha esta madre!
En  el fondo del escusado, entre el papel de baño desecho y los meados, había billetes de mil y de quinientos pesos y monedas de a cinco y de a diez.
—¡Este cabrón caga feria! –gritó el secuestrador viejo.
En seguida buscaron una bolsa de plástico y la usaron a manera de guante para sacar todo ese dinero de ahí. En total sumaba casi siete mil pesos. De inmediato llamaron al líder de la banda, que sólo se aparecía por ahí para contactar el hombre de negocios con su familia. Al principio pensó que sus subordinados  se habían  vuelto locos, como suele pasar con los drogadictos, pero al ver la serie- dad con que lo contaban, decidió darle una oportunidad al asunto. Mandó que le trajeran unas tortas de jamón que vendían cerca y que pasaran a la farmacia por un laxante.
—Más te vale que lo que dicen estos cabrones sea cierto –le dijo al hombre de negocios mientras lo veía empinarse el laxante después de haberse tragado todas las tortas.
—Más te vale o te vas a quedar sin una oreja. Pero era cierto. En el fondo del escusado había
de nuevo billetes y monedas.
—¿Cuál es tu comida favorita? –le pregunta- ron al hombre secuestrado, pero este no respondió.
Se limitó a llorar y a implorar que lo dejaran en libertad. Decía que el mismo se encargaría de darles lo que pidieran si lo dejaban ir, pero los secuestradores no le hicieron caso.
—Hay que traerle unos pinches tacos –dijo el más joven–. A güevo le gustan los tacos.
Y fue así como, bajo la amenaza de que le cercenarían los dedos y las orejas, lo tuvieron comiendo día y noche. Pizzas, tlacoyos, hamburguesas y hasta pingüinos y maruchanes y sobre todo coca cola y mucho laxante.
Días después se cobró el rescate, pero no lo liberaron. El líder de la banda trocó gran parte de la fortuna con sus subalternos a cambio de que ellos se responsabilizaran del hombre  de  negocios con  todo  y sus jugosas excreciones. Éstos, por supuesto, le daban de comer y lo hacían cagar sin descanso, mientras los billetes y las monedas se iban amontonando en el fondo de una enorme bacinica que consiguieron para no desperdiciar ni un solo peso. Hasta que después de hacer cálculos se dieron cuenta que tardarían más de un año y medio en juntar el primer millón, lo cual era casi la suma que habían dejado ir con tal de quedarse con el hombre de negocios que cagaba dinero.
—Hay que abrirlo –decían–. Hay que sacarle los billetes de una buena vez.
Le  tentaban  el ahora abultado vientre y se imaginaban que adentro se escondía una fortuna. A los pocos días consiguieron un cuchillo de carnicero y lo abrieron de tajo. El hombre amordazado intentó suplicar que no le hicieran daño, pero fue en vano.
—La cagamos –dijo uno de los secuestrado- res al revolver las entrañas abiertas y descubrir que adentro sólo había sangre y vísceras.





Cacería


Cuando éramos niños solíamos cazar ángeles: nos escondíamos en el techo detrás del tinaco, con el dedo en el gatillo y la mira apuntando al cielo. Los hombres alados caían pesados, manchando el pavimento de sangre. Cuando bajábamos a rematarlos sus alas aún agonizaban, pero ellos no se quejaban. Se limitaban a mirarnos con esos ojos bovinos tan llenos de calma mientras les apuntábamos a la cara para darles el tiro de gracia.








Pizza  casera


—O me haces un hijo o me voy –me advierte con sus ojos chispeantes y las maletas listas.
Yo me quedo petrificado junto  a la puerta, sosteniendo  en mis manos  las bolsas del mandado. He pasado al supermercado por una botella de vino y todo lo necesario para preparar mi famosa pizza casera. Es la tarde de un viernes de quincena y estoy dispuesto a ofrecer las paces. A ponerme romántico y dar por terminada la pelea de la noche anterior. La misma que ha continuado en silencio durante un gélido desayuno.
—¿Y bien? –insiste con los brazos cruzados y su actitud de mujer molesta–. ¿Qué vas a decidir?
Yo siento ganas de intentar hacerla entrar en razón.
“No  podemos  ser tan  impulsivos –me  dan ganas de decirle–. Un hijo no es una mascota.”
Pero me callo. Dejó las bolsas en el suelo y la abrazo, pero cuando intento  besar sus labios ella separa su rostro y dice:
—No estoy jugando.
Yo sé muy bien que no está jugando. Y tiene razón. Desde hace tiempo nuestra relación se ha vuelto un constante pelear por motivos cada vez más ridículos. Celos, exnovios, viejas discusiones. Cualquier cosa sirve para seguir empujándonos hacia ese punto sin retorno en el que uno de los dos se verá obligado a pedir un tiempo. Y lo peor es que sólo lo hacemos para sentir el miedo de perdernos para siempre, ese miedo que revive la vieja pasión de los primeros días en los que todo era coger y ser cogido.
—¡Así! ¡Así! –me dice–. ¡No te pares! ¡No te pares, por favor!
Demasiado pronto nos encontramos desnudos haciendo el amor una vez más, sobre el sillón de la sala, junto a las maletas listas. Ella grita y gime y yo busco contenerme sin detener el vaivén de mi cadera, pero es difícil. ¿Hace cuánto que no lo hacíamos sin condón? Pienso en las pastillas que tanto he insistido en que se tome y las que ella rehúye alegando que la van hacer engordar.
—¡No te pares! ¡No te pares! –me grita casi en la cara.
Es delicioso penetrar en el calor, la humedad de su vagina, pero también tengo muy claro que debo esforzarme. Dar una cogida de esas que lo perdonan todo es algo muy parecido a cocinar una pizza casera. Hay que preparar la masa, calentar el horno, rayar
el queso, destapar la lata de anchoas, buscar la salsa de tomate. Pero al final todo se resume en tener la pizza en el horno durante el tiempo exacto para que no quede ni muy dura ni muy blanda, sino deliciosa- mente crujiente. Igual en el sexo: un buen orgasmo no es el simple resultado de saber mezclar los ingredientes sino de hacerlo con un buen sentido del tiempo.
—¡Qué rico! ¡Sí, así! ¡Así!
Sus movimientos se vuelven frenéticos y yo ya no puedo más. Hago un último esfuerzo, con- tengo la respiración y alejo mis pensamientos de esa oleada de placer que amenaza con apoderarse de mi cuerpo. Mi mente divaga y aparecen, entonces, las imágenes: la anécdota que contaremos a los amigos cuando vengan a conocer nuestro pequeño vástago, su amenaza de largarse y cómo sólo así logró con- vencerme de que fuéramos padres de una buena vez. Me imagino a ese bebé que será la mezcla de nuestros rostros, de nuestros gustos, de nuestros vicios. Por alguna extraña razón su existencia se vuelve algo casi tangible y entonces el miedo me invade y yo lo único que quiero es escapar.
—¡Ahhhh! –grito, y siento surgir de mi pene una certeza muy parecida a la luz del sol al medio día.
Mi semen brota y escurre fuera de la anhelante vagina, lejos del frustrado instinto maternal. Ella se queda perpleja durante un instante, sin saber muy
bien qué es lo que ha pasado, luego arremete con sus golpes y los insultos. Yo no hago nada más que ver cómo ella vuelve a vestirse para tomar las maletas y salir del departamento, perdiéndose con el sonido de sus pasos escaleras abajo. De inmediato me visto tan sólo con el bóxer arrugado que recojo del suelo y me asomo por la ventana. Grito su nombre, pero es demasiado tarde. Su figura se ha subido a un taxi y éste se pierde de vista.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! –grita ella, y de mi pene surge una certeza muy parecida a la luz del sol al medio día.
Ella me besa, me abraza, nuestros cuerpos res- piran agitados. No nos movemos, no decimos nada, pero después de un rato el miedo sigue ahí clavado justo al lado de mi corazón. Yo busco distraerme pensando en la deliciosa pizza que voy a preparar. Es mi consuelo. Voy hasta la cocina y le quito el corcho a la botella de vino. Bebo en silencio o brindamos. Ya no lo sé bien. Sirvo el vino en dos copas o mis labios toman directo de la botella. Ceno a solas pensando en mi nueva soltería o ceno en la cama junto a ella. Pienso en qué decirle cuando vuelva a verla para pedirle perdón o me convenzo de que nadie se embaraza a la primera cogida sin condón.
—Todo va a estar bien –me digo a solas, una y otra vez–. Todo va a estar bien –repito, y ella me dice que sí, que todo va a estar bien.








Escamas


Sandra fue a la farmacia y compró una prueba de embarazo. Orinó en ella y dio positivo. Regresó y compró dos más obteniendo el mismo resultado.
—Fue mi culpa. Perdón –dijo Érick, abrazándola, mientras se escuchaba a los lejos el comercial de un papel higiénico.
Érick era un skato que la penetraba con dulzura en su cuarto mientras sus padres veían televisión en la sala. Llevaban más de un año de novios y Sandra lo quería mucho. Por eso aceptó hacerlo sin condón.
—Creo que no estamos listos para ser padres
–dijo Sandra, acurrucada en el pecho de Érick.
Juntaron el dinero con ayuda de una tía lejana y abortaron. Sandra se negó a salir de la clínica sin el “cadáver” de su hijo. Los doctores, ante la insistencia, hicieron una excepción: le regresaron a su hijo en una bolsa de plástico transparente y gruesa, llena de sangre, en cuyo interior se podía ver una masa sanguinolenta. Lo enterraron en su playa favorita entre las dunas tomando una piedra
inmensa a manera de referencia. Érick fue quien cavó el hoyo mientras ella lo veía. Al final prendieron un gallo y se quedaron a ver el atardecer en un abrazo que los hacía parecer una pareja de ancianos que llevaba toda la vida juntos.
Durante los días siguientes Sandra se excusó de ir a la escuela diciendo que se sentía mal. Y no era mentira. Una punzada la acompañaba día y noche en su vientre, y le permitía dormir sólo cuando los analgésicos que le habían recetado hacían efecto. Fue entonces cuando comenzaron los sueños. Por las noches su bebé le pedía ayuda enterrado como estaba entre la arena.
—¡Mamá! ¡Mamá! –gritaba su hijo y Sandra despertaba asustada.
Intentó dejar de dormir, pero fue en vano. En la prepa terminaba rendida sobre su mesabanco a media mañana para ser despertada por la voz del bebé pidiendo auxilio. Érick la vio tan llena de ojeras y desgastada que no se opuso cuando ella le pidió que la llevara a visitar la tumba de su hijo. Pero cuando la vio tirarse sobre la arena para des- enterrar al feto intentó detenerla.
—¡Quítate! –gritó ella, sin poder alejar de su mente la imagen de su bebé respirando arena por la nariz mientras sus ojos la buscaban aterrado–.
¡Déjame ayudarlo!
Los esfuerzos de Érick por detenerla fueron en vano. Sandra escarbó histérica hasta desenterrar por completo la tumba del hijo que no tuvieron. La bolsa llena de sangre seguía donde mismo, pero en su interior algo se movía con desesperación. Érick sintió un vuelco en el corazón. Tomó la bolsa y la desgarró: la sangre cayó a la arena dejando ver un pequeño pez plateado que daba saltos convulsos en un intento por no morir ahogado.
—Rápido –dijo ella, esforzándose por atraparlo y manchándose de sangre–. Hay que llevarlo al mar.
El pez era muy escurridizo. No dejaba de saltar. Érick estuvo dos veces a punto de atraparlo, pero fue Sandra quien finalmente lo capturó, apretándolo contra su pecho, para que no escapara. Rápidamente corrió hasta las olas y liberó al pequeño pez que no dudó en nadar hacia el horizonte perdiéndose de vista en un instante. Sandra se quedó durante un largo rato con el agua hasta la cintura, mirando en la dirección en la que el pez se había ido. Érick llegó junto a ella y la tomó de la mano. Las olas los golpeaban con su vaivén eterno. Regresaron al auto y se quitaron la ropa mojada y así, desnudos de la cintura para abajo, manejaron de regreso a la ciudad, usando los tapetes a manera de toalla para no mojar los asientos. Sandra lloró todo el camino de regreso y no paró hasta que el auto

se detuvo frente a su casa. Entonces cayó rendida sobre el pecho de Érick, quien no supo qué hacer salvo acariciar su cabello con dulzura en espera de que se quedara dormida y esta vez no soñara con bebés muertos.

No hay comentarios:

CASCABEL # 14

CASCABEL # 14
NUEVA EPOCA, MUESTRA DE LA LITERATURA QUE SE ESTA ARMANDO EN HERMOSILLO, TORREON, TIJUANA Y EN LA BAJA SUR.

POETICARTEL #4

POETICARTEL #4
ILUSTRACION DE JULIETA SANCHEZ HIDALGO, TEXTO DE FEDRA RODARTE HIRALES ---PROYECTO URBANO DE DIFUSION DE LAS LETRAS Y LA GRAFICA SUDCALIFORNIANNAS, EN COORDINACION CON EL ISC Y LA DIRECCION DE CULTURA MUNICPAL

"CIUDADES IMPOSIBLES" obra grafica de Omar Murillo

"CIUDADES IMPOSIBLES" obra grafica de Omar Murillo
--de la serie "ciudades imposibles"

--de la serie "ciudades imposibles"

de la serie "ciudades imposibles"